Hoy quiero dedicar este post a todos esos maestros que nos cuidaron y nos enseñaron y que en un momento determinado, protagonizaron un hermoso recuerdo que aún de mayores conservamos en nuestra memoria como un precioso tesoro.
Me ha inspirado a ello una amiga mía que es maestra y trabaja en una escuela en uno de los barrios más desfavorecidos de Barcelona. Cada vez que hablo con ella me emociono al oírla, pone tanto corazón en todo lo que hace y hace tantas cosas tan bonitas por esos niños que estoy convencida de que la recordarán el resto de sus vidas como una persona muy especial.
Después de los padres, los maestros suelen ser la segunda figura de autoridad con la que nos encontramos en nuestras vidas y nuestras vivencias con ellos nos pueden marcar para siempre. Se les ha encomendado una delicada misión, la de educarnos, pero es todo lo no escrito, lo que no forma parte del currículum escolar lo que nos acompañará el resto de nuestras vidas.
Yo nací, crecí y me eduqué en Suecia por lo que mis maestros, además de enseñarme a leer y escribir, matemáticas y muchas cosas más, fueron los encargados de transmitirme lo que son los valores y la cultura sueca, una parte importante de mi identidad.
Recuerdo a Lillian, era rubia con ojos azules y fue una de mis profesoras en la guardería. Me sentí tan querida por ella, en su regazo me sentía protegida y aún hoy conservo un cancionero sueco que me regaló las navidades que tenía 5 años. También estaba entonces Maj, bajita, morena y rechoncha y si cierro los ojos todavía puedo sentir cómo me envuelve su abrazo mientras lloro por el dolor de una picada de avispa.
Más tarde llegó Lasse, mi tutor de sexto curso, tan poco convencional y tan terrenal en sus enseñanzas. Recuerdo el día que trajo un corazón de vaca a la escuela para que pudiésemos ver cómo era y aprender que un corazón es un corazón, sea humano o de un animal. Nos enseñó que era el motor del cuerpo, la fuente de la vida. Fue también Lasse que un día de invierno nos llevó a patinar sobre el mar helado y para demostrarnos que el hielo era sólido y que no había peligro, salió con el coche sobre el hielo y condujo hasta donde el hielo lo podía sostener. Si el hielo aguantaba el peso de un coche, ¡cómo no nos iba a sostener a nosotros!
Y los últimos años de mi vida escolar en Suecia estuvieron Carin y Gunvor, la primera fue mi profesora de sueco y la segunda era nuestra tutora. Jamás olvidaré lo orgullosa que me hizo sentir Carin el día que anunció que la nota más alta de la escuela en la prueba nacional de lengua sueca la había obtenido esta “hija de inmigrantes”. Y Gunvor, nuestra tutora que en lugar de “enseñarnos” ciencias sociales nos animaba a explorar por nosotros mismos y compartir con los demás lo que descubríamos. Uno de los últimos días del último curso, Gunvor nos invitó a los 25 niños de la clase a su casa, donde pasamos el día jugando en el jardín y por primera vez probé el pastel de zanahoria sorprendiéndome de que se pudiese hacer algo tan rico con una verdura… Fue un pastel inolvidable, hecho con muchísimo amor.
Desde aquí les envío las gracias a todos esos maestros que me acompañaron en mi infancia y que dejaron recuerdos tan dulces en mi memoria. Gracias a ellos y a todos los maestros que hoy cuidan de los niños… O como se diría en un sueco muy educado: tack så mycket!
Autor fotografía: Tasmanian Archive and Heritage Office, utilizada bajo licencia Creative Commons.